domingo, 5 de mayo de 2013

Un fanático confeso


Decidimos llegar un día antes que los demás a Khartoum. Queríamos que Jesús pudiese husmear entre las reliquias del Museo de Sudán. Está claro que, sin ser un gran museo en el sentido literal del término (las piezas están hacinadas, la clasificación deja mucho que desear, la luz es inadecuada y escasa, etc.), encierra valiosas antigüedades y grandes maravillas que pueden ayudar a arrojar luz sobre diferentes épocas de la historia faraónica y sudanesa. Hay que tener en cuenta que la cultura meroítica atesora todavía muchos secretos por desvelar, empezando por la escritura, y que además, dentro del recinto, se pueden visitar los templos egipcios de Buhen y Semna, en los que aparecen inscripciones con los nombres de la reina Hatshepsut (destruidos) y del faraón Tutmosis III, que fueron trasladados hasta aquí para ser salvados cuando las aguas del lago Nasser inundaron la zona, de gran interés. 
Jesús Trello tenía esperanzas de poderse encontrar en el Museo de Sudán con alguna maravilla de las muchas a las que no había podido tener acceso. Lo que de forma alguna se podía imaginar es que se pudiese encontrar con cientos de maravillas, con toneladas de maravillas, con un tesoro auténtico. Todas las piezas le parecían un descubrimiento, todas tenían interés, a todas les sacaba jugo, todas le parecían valiosísimas. 



Lo sabe mucha gente, quizás todo el mundo. Por mucha apariencia de profesor universitario de economía que quiera darse, es un secreto a voces que Jesús Trello pertenece a una secta de arqueólogos militantes que rezuman un peligroso (y posiblemente contagioso) fanatismo egiptológico imposible de ocultar. Lo cual quiere decir, traducido al cristiano, que si huele a faraones su sed se hace infinita. Se vuelve insaciable. Va a por todas. Nada más entrar en el museo, aparcó a un lado su disfraz de persona comedida y, como un poseso, se puso a fotografiar estatuas, cartuchos, sarcófagos, jeroglíficos, textos, piezas, piedras, tumbas. A diestro y siniestro. No le daba tiempo a disfrutar, estaba poseído. Piankhi, Taharqa y Apedemak se perfilaban como sospechosos del hechizo, como culpables del embrujo. Jesús deambulaba de vitrina en vitrina con la mirada perdida, las pupilas dilatadas y los ojos, gigantes, chispeando. Cerámica, huesos, collares, metopas, capiteles, frisos, bajorrelieves. Le daba igual. La fiebre de los dioses le obligaba a querer llevárselo todo, absolutamente todo. 
Pero una cosa es que no estuviese prohibido hacer fotos y otra que quisiese fotografiar todas las piezas del museo. Al final, como era previsible, el guardián le llamó la atención. Por favor. Nunca me lo hubiera imaginado pero no tuve más remedio que sobornar al vigilante para que Jesús pudiese continuar su recorrido obsesivo por todos los rincones. Hasta que por fin completó la colección y se transmutó. Con el Museo Nacional de Sudán metido en la cámara. Íntegro. Completo. Una joya. Un loco. 

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